9-12 de agosto de 2012
Como la ciudad de Uyuni (que no el salar del mismo nombre) no tenía demasiadas atracciones para un viajero, al día siguiente, y tras un sueño reparador tomamos un autobús a Potosí. Era nuestro primer autobús en Bolivia, y habíamos oído por varias fuentes que los buses son famosos aquí por realizar largos recorridos sin realizar una sola parada para el baño, así que en el desayuno tomamos sólo un sorbito de té. No obstante, y para tranquilidad de los viajeros y lectores del blog preocupados por nuestras vejigas, os podemos contar que a las 3 horas aproximadamente hubo una parada para ir al baño (léase “detrás de un arbusto”); confiemos en que esto sea la norma en un futuro próximo.
Tras 5 horas de bonito paisaje montañoso, llegamos a Potosí, la ciudad considerada como la más alta del mundo (a más de 4.000 metros de altura), y origen de la expresión “esto vale un Potosí”. En efecto, al lado de la ciudad se encuentra el “Cerro Rico”, un monte donde se encuentran abundantes yacimientos de plata y otros minerales, que ha sido explotado desde el siglo XVI hasta la actualidad. Gracias a él, a finales del siglo XVIII, la ciudad era la más grande y rica de toda América Latina.
Debido a la gran altura, con la consiguiente falta de oxígeno, pasear por las empinadas calles de Potosí (¡y hasta subir las escaleras del hostal!) se convierte en una dura experiencia. Por suerte, ya veníamos de tierras altas en Uyuni y no sufrimos nada de soroche.
Potosí conserva aún muchos de los edificios coloniales de su época de esplendor: iglesias, monasterios, viviendas y otras edificaciones, por lo que disfrutamos de varios paseos por el centro de la ciudad.
La principal atracción, por la que acuden la mayoría de los turistas, es una visita a las minas (que varios viajeros nos habían recomendado previamente), pero como a Hanna no le gustan los lugares estrechos, oscuros y llenos de polvo (y para rematar la faena, los guías hacen firmar a los visitantes a la mina un papel en el que el viajero acepta toda la responsabilidad en caso de “lesiones, enfermedad o muerte”), ella decidió una menos arriesgada visita a la Casa Nacional de la Moneda, mientras yo me aventuraba en las profundidades de la mina.
La excursión, que duró unas 5 horas en total (2 de ellas dentro de la mina), comenzó con una visita a una típica tienda donde los mineros se abastecen de casi todo su material, con una explicación (puramente teórica) del funcionamiento de la dinamita. Después continuamos hasta el “mercado del minero”, donde pudimos comprar algo de coca y refrescos como regalo para los mineros que nos encontraríamos bajo tierra. Es habitual que los trabajadores de la mina pasen horas sin comer nada, así que pasan la mayor parte del tiempo masticando coca (según nos contaba el guía, se ha estimado que los mineros gastan una media de un 13% de su sueldo en hojas de coca).
También tuvimos ocasión de visitar una planta de procesado de minerales, donde los mineros llevan lo que han extraído de la mina. Allí, en función de la cantidad y calidad del mineral, reciben su paga. Los guías (todos ellos antiguos trabajadores de la mina) nos contaban que cada minero trabaja de forma individual, decidiendo por sí mismo dónde excavar, y obteniendo una paga según el material extraído.
Y después de todas las explicaciones teóricas, llegó el momento de equiparse bien: nos prestaron unas botas de agua, un mono de trabajo no demasiado limpio y un casco con luz frontal, y nos llevaron a la entrada de la mina. Durante dos horas estuvimos caminando por los túneles, evitando las vagonetas y hablando con mineros, que compartieron con nosotros su bebida tradicional: alcohol de caña de azúcar de 96º, que por suerte los que nos cruzamos tomaban diluido con agua, y a los que tuvimos la ocasión de preguntar todas nuestras dudas, mientras ellos se tomaban su momento de descanso, y compartíamos con ellos refresco y hojas de coca. Entre las cosas más interesantes, nos contaba uno de ellos que en su mejor semana pudo conseguir unos 20.000 bolivianos (cerca de 2.400€), y en su peor, 50 (6€). Debido a que cada uno excava en lugares distintos, siguiendo su intuición, la paga varía de un mes a otro, pero en general, está bastante bien pagado (otra cosa es que las condiciones de trabajo no sean muy recomendables; muchos de ellos fallecen de enfermedades respiratorias tras pocos años trabajando allí).
También tuvimos oportunidad de sentarnos junto al “Tío”, representación de un diablo andino, al que los mineros realizan ofrendas variadas para que les ofrezca protección y suerte en la mina, y al que muchos de ellos aseguran haberse encontrado mientras trabajaban. Independientemente de su religión/creencias cuando se encuentran al aire libre, casi todos los mineros tienen un profundo respeto por “el Tío” cuando se encuentran dentro de la mina.
Dos horas más tarde, y mucho más sucios de lo que entramos, aparecimos por una de las salidas. Había sido una experiencia muy interesante, pero todos estábamos contentos de ver la luz del Sol de nuevo.
El resto del tiempo en Potosí aprovechamos para pasear por su centro histórico, tomar algún que otro café con leche (que resultó ser, para nuestra decepción, Nestcafé) y probar dulces típicos del lugar.
Precios medios
Tour por las minas: 12 Euros
Menú del día en un vegetariano: 2,4 Euros
Bolsa de palomitas de maíz: 12 céntimos
Bolsa de hojas de coca: 60 céntimos
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